Big river Joni's promise Invisible waves

En una secuencia de Big River (Atsushi Funahashi, 2005), sus tres protagonistas aterrizan en un pueblo donde se escenifican duelos sacados de los clásicos del western. El uso de la fotografía quemada y el exceso de grano confieren a dicho pasaje un clima fantasmal que demuestra una vez más, que el Viejo Oeste ya no es pasto de alígeros corceles y gallardos cowboys, sino de sucios Cadillacs y personas al límite. El desierto norteamericano se ha convertido en un paisaje agreste plagado de almas errantes, que indagan en busca de redención, o de expiación por los pecados cometidos.

Con un ojo puesto en el cine indie más propio de Jim Jarmusch, y otro en las estereotipadas road-movies de autoconocimiento, Funahashi teje un lineal trayecto pergeñado por tres variopintos personajes. Un japonés que viaja alrededor del mundo, un pakistaní en busca de su mujer y una sureña intentando escapar de un destino escrito en los parkings de caravanas, conforman esta particular trouppe que viaja a través de las grandes planicies de Arizona, con el contexto de la América post-11S en el fondo. Tolerancia, prejuicios, discriminación, son los conceptos que esgrime el director y guionista, ayudado por la estupenda fotografía de Eric Van Den Brulle, el cual muestra un fenomenal manejo del formato Scope y de las lentes focales anchas, esculpiendo las ciclópeas montañas que parecen absorber a sus viajeros. Sin embargo, lo atractivo de la propuesta se difumina en una dirección muy rígida, que denota un excesivo control de la planificación, cayendo en un ejercicio forzado donde se echa en falta una naturalidad y espontaneidad de la que sí poseen otros productos independientes. Además, el desplome en una serie de convenciones –por más que luego intente desligarse de ellas- perjudican a un trabajo que más allá de los bellos panoramas, poco tiene que añadir, ni visual ni temáticamente a otras muchas películas. Big River termina siendo de esta manera, un film independiente más en su forma que en su fondo, una bonita pero insustancial pose.

La sensación que se tiene durante el visionado de Joni's Promise (Janji Joni, 2005) es la de una total extrañeza, simplemente porque uno nunca esperaría encontrarse ante la réplica de la peor comedieta romántica hollywoodiense al acercarse a un film procedente de Indonesia. La ópera prima de Joko Anwar asume los tópicos más manidos de este subgénero para construir un largometraje deshilachado, estructurado en set-piéces con más o menos gracia. Joni, el encargado de transportar los rollos de películas, pierde el último, momentos antes de llegar al cine. Es aquí donde empieza su particular travesía a lo largo de la ciudad, donde vivirá en persona todas aquellas películas que ha visto en las salas: acción, terror, e incluso musical.

De todos modos, tampoco es cuestión de cargar las tintas ante un trabajo tan pobre como es Joni's Promise, sabiendo que es el primer largo de su director -lo cual se nota en su falta de ritmo a pesar de su escasa duración y en el abuso del torpe subrayado tanto visual como sonoro- y que sus intenciones se resumen en hacer pasar un buen rato. Ingenua, näif, divertida por momentos, vergonzosa en otros, sirve para demostrar hasta que punto la política invasora de Hollywood sigue haciendo mella en los sitios más insospechados. Una pena que finalmente caiga en aquello que intenta parodiar, eliminando de un plumazo cualquier indicio de sátira corrosiva.

Con el prestigio obtenido tras Last life in the universe (Ruang rak noi nid mahasan, 2004), podría pensarse que uno de los directores tailandeses más atractivos, Pen-ek Ratanaruang, se acomodaría ante el mercado internacional. Sin embargo, no hay ni un mero atisbo de complacencia en Invisible Waves (2005), film incluso más arriesgado y complejo pero igualmente placentero. Si en Last life in the universe, Ratanaruang partía del cine de yakuzas para elaborar una tierna fábula romántica con dosis de realismo mágico en la figura de dos desconocidos que se unen en un contexto extraño, en Invisible Waves vuelve a deconstruir el género del que parte para contarnos una historia sobre la culpa, la penitencia, y el peso del pasado, sin olvidar su retrato de extranjeros solitarios fuera de su hábitat natural. Tomando como base el film noir clásico –y no tanto el thriller actual, como es posible leer en muchos sitios-, el director de Mon-rak Transistor (2001) nos introduce en un relato de asesinatos, pérdidas, ajustes de cuentas y venganzas, que bien podría haber firmado un Jacques Tourneur o un Otto Preminger. El protagonista, un expatriado japonés (Tadanobu Asano) que trabaja como cocinero en Macao, asesina a su presunta novia y debe exiliarse nuevamente en Tailandia.

Film más introspectivo que abiertamente narrativo, Ratanaruang exterioriza el sentimiento de culpa de su protagonista a lo largo de un trayecto en barco, donde logra elaborar uno de los segmentos más hipnóticos del cine contemporáneo: estado mental más que lugar físico, de atmósfera pesada e irreal –brillante el trabajo de Christopher Doyle- y música envolvente, pasillos interminables, laberintos psicológicos donde el inconsciente se materializa en esperpénticos personajes y situaciones surrealistas, y en los que el pasado acecha en la sombra, tras la figura de una misteriosa silueta con sombrero y camisa hawaiana. Lástima que Ratanaruang se pliegue finalmente a exigencias más formularias, abandone el mar, y nos prive de una historia que podría haber pasado de Aldrich a Bergman. Aún así, una extraordinaria película.