Dentro
de la amalgama de títulos que conforman anualmente el BAFF,
se reserva una sección para aquellas películas, que,
en colaboración con el festival de cine asiático de
Udine, abrazan de forma abierta la comercialidad, convirtiéndose
en obras más asequibles para los no habituales a este tipo
de trabajos. Es el caso de las Sesiones Especiales, reservadas habitualmente
para el cine de géneros más cerrados, ya sea acción,
terror o fantástico, y que deben ser cuidadas por los organizadores
del Festival, para no intentar caer en una programación hermética
y exclusiva de un cine presuntamente "de autor", despreciando
otras propuestas que en ocasiones pueden resultar mucho más
interesantes y/o inteligentes.
Tampoco es que sea
este el caso de AV (id. 2005), entretenida película
hongkonesa que gana mientras no intenta escaparse por encima de sus
posibilidades. Deudora en parte de los mecanismos más superfluos
de la comedia estúpida norteamericana al estilo "American
Pie", AV consigue desembarazarse de ellos practicando
una autoconciencia que puede aparentar cierto carácter pretencioso,
pero que funciona hasta que empieza a tomarse demasiado en serio.
La cita de sucesos sociopolíticos pasados o de personajes históricos
no debe verse así como una falta de respeto hacia ellos, sino
como la constatación de un juventud alienada, sin nada por
lo que luchar o superarse, cuyas prioridades y necesidades se reducen
a intentar rodar una película pornográfica con una estrella
nipona. El director Pang Ho-cheung, junto al resto de guionistas,
construye una comedia de enredos sencilla, a la que no le faltan gags
memorables –cf. esa escena del azucarero (sic)-, y parodias
ácidas al mundo del cine –desde Tarkovski a Wong Kar-Wai-.
Lástima que caiga en ocasiones en un humor excesivamente grueso
y en los inevitables altibajos de ritmo.
Con
su anterior largometraje, Vital (id, 2004), el realizador
nipón Shinya Tsukamoto había desconcertado a más
de uno. Una propuesta muy contenida a nivel visual, basada en la recargada
atmósfera, y que se acercaba a su cine en base más a
su bizarra línea argumental que a su estructura formal. Aprovechando
la oportunidad brindada por el proyecto Jeonju de rodar en vídeo
digital, Tsukamoto dirigió Haze (id, 2005), un sugestivo
cortometraje que ya fue presentado durante el pasado festival de Sitges
en formato medio, con 20 minutos más de duración. Con
la esperanza de comprobar los cambios presentes en esos 20 minutos
añadidos, podemos afirmar que Haze es una auténtica
obra maestra del desasosiego, un film malsano y sórdido que
entronca directamente con el cine más físico de su realizador,
y lo que es aún más fascinante, con sus obsesiones atemporales.
Haze es
la odisea personal de un hombre (el propio Tsukamoto) que despierta
atrapado en un mugriento túnel de diminutas proporciones, a
través del cual apenas puede desplazarse. No recuerda quién
es ni porqué está ahí, y su pesadillesco periplo
le enfrentará a pruebas inimaginables. Aprovechando la escasa
economía de recursos, Tsukamoto elabora un trabajo claustrofóbico,
donde la mínima iluminación y la eficacia de los efectos
de sonido lo convierten en una experiencia puramente sensorial. El
dolor como herramienta de escape, y la sensación física
como forma de liberarse de la alienación, de sentirse vivo
dentro de las urbes tecnológicas del nuevo milenio, temas que
recuerdan a Tokyo Fist (id, 1995), pero con un tratamiento
más cercano a Tetsuo (id, 1988). Shinya Tsukamoto
demuestra con este corto que sigue siendo uno de los cineastas más
importantes del panorama internacional.
Esperábamos
impacientemente lo último del tailandés Apichatpong
Weerasethakul tras la mágica Tropical Malady (Sud
pralad, 2004). Desgraciadamente, Worldy desires –sólo
apta para conocedores de su obra- deja un regusto amargo para aquellos
que deseábamos ver como evolucionaba su carrera, y que nos
hemos contentado con disfrutar de un ¿último? acercamiento
a esa jungla que le ha convertido en uno de los tótem del "cine
invisible".
Como bien rezan
sus títulos de créditos, Wordly desires es
un homenaje a la selva donde ha rodado sus dos mejores películas.
Durante los aproximadamente 42 minutos que dura su segmento, Joe se
recrea en los árboles, en sus sonidos, en lo frondoso de la
vegetación, en la libertad de la naturaleza, sin otra intención
que transmitir una sensación de añoranza. En un ejercicio
autorreferencial, también se sugieren ecos de sus anteriores
obras: la aparición de aquel insólito árbol de
Tropical Malady; o las frases que profieren los protagonistas,
recordando la leyenda de dos amantes perdidos en la espesura junto
a la presencia de un tigre sobrenatural. Entre medias, intercala imágenes
del rodaje de una película: por un lado, escenas de un musical
que se repite en diferentes pasajes, y por otro, una pareja que recorre
la jungla huyendo apresuradamente. Al concluir la proyección,
un compañero me advirtió que dichos fragmentos pertenecían
a un largometraje cuya directora participó en la producción
del primer film de Apichatpong.
La
sección D-Cinema es una buena oportunidad para acceder a un
buen número de títulos cuya distribución posterior
es casi quimérica, pequeñas muestras de cine hecho con
pocos medios pero con muchísima intención. Bambi
Y Bone es el segundo trabajo de
Shibutani Noriko, en el que retoma la temática de la preadolescencia
en Japón, a saber, el estado disruptivo entre padres e hijos,
propiciado por la falta de comunicación y lugares comunes entre
ambos, y que induce al fracaso existencial remarcado por la baja tolerancia
a la frustración por parte de los jóvenes, entre otras
cosas. Un argumento muy recurrido en la actualidad por la cinematografía
nipona, donde podríamos destacar al personal Shunji Iwai.
La directora del
film, mediante una cámara muy nerviosa y un tratamiento feísta
de la imagen, nos presenta a familias disfuncionales, cuyo intento
por aparentar una imagen estereotipada no esconde la fractura en su
seno. Padres fetichistas con inclinaciones pedófilas, madres
que se mantienen al margen de la situación, lo que deriva en
comportamientos anómalos de sus hijos, que vagan por las calles
practicando juegos de índole casi mutilatoria. Lamentablemente,
el enésimo acercamiento a esta materia por parte de su directora
deviene fallido debido al propio tratamiento. El capricho por colocar
su cámara –y no parar de moverla- en los lugares más
escabrosos, así como la introducción de una serie de
personajes excesivamente grotescos y bufonescos, desdibuja su intento
por distanciarse de la situación, y su película termina
asemejándose más a un Visitor Q (Bizita Q.
Takashi Miike, 2001), que a un intento por retratar de forma "realista"
dicha problemática.