Black book Time Big bang love, juvenile A Stranded In Canton / William Eggleston in the real life

Poco a poco, los pesos pesados comienzan a aterrizar en la costa de Sitges. A falta de saber con qué nos sorprenderá Johnnie To el próximo jueves, hoy se estrenaron tres de las películas más esperadas del certamen: Black Book, Time y Big Bang Love, Juvenile A. Hay que decir que en el punto intermedio del festival, las reflexiones sobre el nivel de los largometrajes de este año son bastante extremas, desde aquellos que profieren que es el peor concurso en años hasta otros (como nosotros) que sin encontrar esa obra maestra que nos haga entregarnos, sí que reconocemos un nivel más que aceptable en la programación.

Black Book (Zwartboek) supone el pletórico regreso al Viejo Continente de Paul Verhoeven. Tras un periplo estadounidense donde luces y sombras han edificado una trayectoria irregular pero en el fondo plenamente disfrutable, el realizador holandés se refugia en una coproducción europea para elaborar una gran película, realista y poco complaciente relato acerca de la ocupación nazi de Holanda, circunstancia histórica que de la que el propio cineasta fue testigo directo. Del mismo modo que en Katty Tipel y sobre todo en Eric, Oficial de la Reina, en Black Book Verhoeven se retrotrae al pasado para narrar no sólo los pormenores de una hiriente situación político-social sino también para exponer las miserias morales y la mezquindad de la raza humana, porque con héroes o sin ellos, los personajes de Verhoeven son hijos de la individualidad, del pragmatismo y de la supervivencia. Lejos de apaciguar su discurso -incendiario e irreverente- con el paso de los años, el holandés se ha vuelto todavía más cínico e inmisericorde, conservando su inconformismo juvenil así como un profundo escepticismo, una desconfianza colectiva que impregna a una historia de hosca ambigüedad. De ahí que una temática tan manida se convierta en una siniestra visión del conflicto entre el régimen nazi y las guerrillas de la resistencia, donde la ética se desvanece ante intereses económicos y carnales, donde la ambivalencia preside cada reunión de ambos bandos. Porque Black Book es una película de traiciones y culpas, de mentiras y engaños, de opresores, y también de oprimidos que se vuelven opresores. Verhoeven se transforma en un insolente ácrata, que no duda en remover toda la mierda de los respectivos frentes y en cargar contra la hipocresía de la Historia. Y todo esto aderezado con una planificación exquisita, porque si algo ha aprendido este holandés en Hollywood, es a pulir ese desaliño estético y a cuidar enormemente el acabado formal de sus films.

Kim Ki-Duk volvía al Sitges que le encumbró como director en España con el estreno de La Isla tras ese bache creativo que supuso El Arco. Lamentablemente, el surcoreano ha sido una especie de director-diana sobre el que se han vertido toda clase de (injustas) críticas desde su catártica Primavera, Verano, Otoño, Invierno…y Primavera, convirtiéndose en un objetivo fácil para aquellos que no han llegado a digerir la revolución asiática. De alguna manera Time va dirigido a ellos, al ser un trabajo donde Ki-Duk demuestra una acusada evolución pero sin perder su esencia. Bien es cierto que Time es el producto de un director aburguesado que difícilmente regresará a los personajes marginales de antaño -de alguna manera, a lo que era él-, pero que a su vez sigue rastreando conflictos a los que la sociedad coreana se enfrenta en los comienzos del nuevo milenio. Sostenida sobre los actuales dilemas de la cirugía estética -las féminas coreanas y su controvertido afán por occidentalizar las facciones-, su postrera película es una historia de (des)amor, el reflejo deformado de Hierro 3 donde una mujer temerosa de que la rutina y el paso del tiempo provoquen el hastío de su relación, decide cambiar su rostro. En el nuevo Ki-Duk el silencio parece dejar paso la palabra, lo bizarro a lo cotidiano, lo insólito a lo costumbrista. La verborrea, los ambientes y los locales, los encuentros y desencuentros recuerdan al cine de Hong Sang-Soo, pero el fetichismo, los sentimientos extremos, y la mutilación física como herramienta de aceptación son patrimonio propio. En Time no se desentiende de su simbolismo habitual pero lo suaviza notablemente para abordar quizás su historia más realista de los últimos años, que se aleja considerablemente de los elementos fantásticos de El Arco y Hierro 3.

En los últimos años la obra de Takashi Miike parece haber entrado en una fase crisis. Acostumbrado a rodar un buen número de películas al año, la evidente escasez de títulos que nos llegan últimamente nos hace pensar que quizá se vea inmerso en una necesidad de buscar nuevas vías formales. El enorme prestigio adquirido por méritos propios le permite acometer trabajos más personales. Izo abrió el camino hacia la experimentación a través de la abstracción narrativa, planteando un relato circular que actuaba como metáfora mediante la repetición hasta la saturación de un solo motivo temático. A continuación, emprendió el proyecto alimenticio de Yokai Daisenso para financiar su siguiente acometida. Big Bang Love, Juvenile A (46 Oku Nen No Koi), es una paso más allá en la mutación estética y narrativa de su cine. El film se abre con una extraña danza ejecutada, a modo de ritual iniciático, por un hombre con un extraño tatuaje en el torso. A continuación, se nos plantea un misterioso asesinato cometido en una prisión: la victima es un joven de pasado violento que lleva un tatuaje similar y el principal sospechoso, su compañero de celda y con el que había entablado una extraña relación de mutua atracción, es un joven homosexual de apariencia frágil y carácter introvertido. A partir de ahí, el relato evoluciona hacia una forma de narración en espiral que efectúa una aproximación progresiva a la resolución del caso mediante la reiteración de los hechos. De esta forma, la abstracción desvela a su vez carencias espirituales y sentimientos de culpa. Lo que más llama la atención es la ausencia de escenario. Miike simplifica al máximo la puesta en escena eliminando cualquier elemento accesorio del mismo modo a como lo había ensayado ya Lars Von Trier. En ocasiones, tan solo unos cubos y unas líneas trazadas en el suelo delimitan el espacio. El resto permanece en sombras. La iluminación crea entonces paredes físicas y fronteras anímicas, envolviendo a los personajes en cercos de sombras cuya estrechez contrasta abiertamente con escenas en el exterior de la prisión, donde el paisaje no parece tener fin. La metáfora sobre la falta de libertad se amplía hacia la de prisión espiritual. A ello hacen alusión la extraña aparición de una pirámide y un cohete espacial. La propuesta de Big Bang Love, Juvenile A es a priori interesante y Miike sabe dotarla de una gran belleza plástica a partir de amarillos y ocres, pero el resultado es francamente fallido. El principal defecto lo encontramos en la considerable falta de ritmo de la que adolece. La pretensión de resultar intencionadamente críptico y forzosamente poético, resta naturalidad a las interpretaciones. Tampoco entendemos la necesidad de recurrir a ciertos recursos formales, como la trascripción escrita de los diálogos, que entorpecen el desarrollo de la acción sin aportar nada nuevo.

Entre 1973 y 1974, el eminente fotógrafo norteamericano William Eggleston grabó en Memphis y Nueva Orleáns, un experimento cinematográfico de más de treinta horas de duración con una de las primeras Porta Packs de Sony que él mismo modificó para permitir rodar en infrarrojos con muy poca luz. Recientemente, Robert Gordon y John Olivio rescataron fragmentos de aquella experiencia en un montaje de 76 minutos. El resultado, Stranded In Canton, es un auténtico delirio y un arduo ejercicio de aguante hasta para el espectador más avezado. Filmado en blanco y negro saturado, que palidece los rostros debido a al tubo de infrarrojos incorporado, lo que contrasta con el vigoroso color que habitualmente utiliza en sus fotografías, Eggleston se pega a los rostros de sus familiares y amigos íntimos, y los persigue en sus recorridos nocturnos capturando la alucinada atmósfera de los locales de jazz, hasta que borrachos o drogados, se confiesan ante una cámara en perpetuo movimiento. Para poder apreciar realmente lo que Stranded In Canton significa dentro de la obra de Eggleston, es preciso ver como complemento el documental William Eggleston in the Real Life, de Michael Almereyda, y a ser posible conocer algo de su trabajo fotográfico. En su film, Almereyda se centra mucho más en la naturaleza de su fotografía y en su concepción de la realidad, pero no se dedica a recorrer escrupulosamente la vida y obra del fotógrafo, sino que plantea su acercamiento como un reverso de la propia Stranded In Canton, donde Eggleston se mira al espejo y queda retratado de la misma forma que su círculo de amigos. De esta forma, Almereyda arranca de la persona su visión del mundo y sus confidencias en las situaciones más decadentes. Uno se da cuenta entonces de que lo que muestra Stranded In Canton no dejan de ser eso mismo, instantes capturados, la realidad íntima y cotidiana, y que por tanto no se aleja tanto de sus concepciones sobre la fotografía. Ambas piezas, la cinematográfica y la fotográfica conforman así un retrato de lo que habitualmente no se muestra. De lo demasiado intranscendente, incluso de lo feo. Lo extraordinario brota entonces de lo vulgar, y revela la esencia de las personas, de los lugares, de la objetos... En palabras del propio artista: "(…) Stranded In Canton no trata sobre nada en concreto. No importa si fue fotografiado en el sur americano. Simplemente era allí dónde nos encontrábamos". En la obra de Eggleston el momento, el instante en que sucede algo lo es todo. Él sólo está allí para capturarlo.